En ocasiones veo madres

Shirley Jackson se definía como una escritora que, por una serie de errores de juicio propios de la ingenuidad y la ignorancia, se ve sumida en una familia con cuatro hijos y un marido, en una casa de 18 habitaciones, sin ninguna ayuda. Leo esto en un artículo titulado ¿La escritura o los hijos? (Suplemento Ideas-El País, 3 de mayo de 2019). Hay referencias a otras escritoras (siempre mujeres, siempre madres, claro) y aunque me interesan otras me queda grabada la historia de Shirley Jackson. Una escritora a la que he descubierto hace poco. Me quedo con que su tedioso universo doméstico pasa a ser inspiración para su literatura. Shirley me ayuda a entender (más) el género de terror. 


Leí esto hace unos meses. Lo tengo guardado. Lo releo. Escribir y ser madre no me parecen compaginables casi nunca. Vuelvo a este texto. Leo a Shirley. Digo, guau. Digo, se puede. Pienso, cómo. Leo más. 



Hace un par de semanas vimos en casa la película  Shirley, (Josephine Decker, 2020). Una especie de biopic  en la que se muestra a Shirley Jackson en un profundo bloqueo creativo y en un estado vital depresivo. Encerrada. Sola. Misántropa. Me gustó. Durante toda la hora y media que dura estuve pensando dónde estaban esos hijos de los que yo había leído en aquel artículo. En la película hay otra mujer que es madre. Y la relación entre ellas es potente. Me pregunté por qué no hablan de los hijos. De maternar y sus grietas.




Me quedé rumiando. Gugleé sobre la vida de Shirley Jackson a ver si podía descubrir si en ese momento que narra este film ya era madre como yo imagino. O no. O si es una elección de guion haber eliminado a los hijos del relato. Como si no existieran. Como si se pudiera.


Leo “La invención de la naturaleza” (Andrea Wulf. Ed. Taurus), una extraordinaria biografía de Alexander von Humboldt, el visionario alemán que creó (como ya dice el título del libro) una nueva forma de entender la naturaleza y a quien podemos considerar el padre de la ecología. Subrayo sin parar y me fascino todo el rato con su sabiduría y su entusiasmo, con su osadía y su curiosidad. Viajo y aprendo un montón. 




En las primeras páginas me detengo aquí:


por un breve instante pensó que había encontrado la respuesta a sus deseos, pero entonces se acordó de su estricta madre- Humboldt sentía una atracción inexplicable hacia lo desconocido, lo que lo alemanes llaman Fernweh -una añoranza de lugares lejanos - pero era “demasiado buen hijo”, reconocía, para volverse en contra de ella. 


Las madres. 

¿Podría yo alguna vez ser esa madre? me pregunto. Subrayo para que no se me olvide que sí. 

Antes de ser madre no encontrabas madres en los libros o en las películas. No así. Pasaban de largo. Ahora noto los huecos. Observo cómo hablan. Cómo son. Cómo son sus hijos.  

Hago lo mismo en la calle. 


Miro a otras madres en la puerta del Jardín de Infantes. En la verdulería. En el parque. En el concierto de Bigolates de Chocote. En la puerta del teatro en las vacaciones de invierno. 


Veo madres tristes. Madres contentas. Madres que resuelven. Que no se complican. Escucho sus tonos en el parque. Imagino paciencia en los conflictos. O furia. Veo dónde determinan la distancia de rescate cuando les niñes suben al tobogán. O saltan. O corren más lejos. O llega un perro que ladra.


(A veces) me observo a mí en este panal. Entre ellas. Y con mi hija. Ahora. Esta mañana. En la noche entrecortada. 


Me asustan las madres de Instagram. Son el enemigo. O la prolongación del superyó.


Escribe Laura Wittner en “Se vive y se traduce” (Ed. Entropía): La vida de una traductora también está cruzada por todas esas autoras y todos esos autores que estuvo a punto de traducir, leyó, investigó, subrayó y al final dejó tranquilos en su idioma


La maternidad es algo parecido; tener expectativas, repetir mandatos, querer romperlos, acumular ideas, perderlas, y en ocasiones dejar que fluya, sin más y dejar que sea lo que quiera.


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