Qué leemos cuando leemos
El profesor nos dijo que según un informe reciente leemos unas 100.000 palabras por día. Después de contarnos esto, al final de la clase, el profesor nos pidió como ejercicio para casa que registráramos, durante una semana, lo que recordáramos de todos nuestros consumos culturales diarios.
El resultado sorprende. Puedes probarlo.
El profesor nos enseña a escribir.
Justo cuando empecé este taller estaba leyendo "Vida contemplativa", de Byung-Chul Han.
Una lectura tan reveladora como dramática.
Me encontré en este libro con esta reflexión sobre el lenguaje que me gustó mucho y que se conectó con eso que conté antes de lo que leemos y de cuánto nos acordamos.
Escribe Byung-Chul Han:
Cuando la obligación de producir se apodera del lenguaje, este se pone en modo trabajo. Se degrada, pues, a portador de información, es decir, a mero medio de comunicación. La información es la forma de actividad que tiene el lenguaje. La poesía, por el contrario, suspende el lenguaje entendido como información. En la poesía el lenguaje se pone en modo contemplación. (...) La pérdida de la capacidad contemplativa repercute sobre nuestra relación con el lenguaje.
Los libros siempre abren la charla y así me encontré con una entrevista a la poeta argentina Gabriela Franco a la que no conocía y a la que llegué a través de una newsletter que hablaba de otras cosas:
Dice esto:
Que el poema sea permeable al entorno, que cualquier ramita que esté en el ambiente pueda ser el disparador y que después sea lo que el lenguaje trae cambiándole el rumbo. Si la frase va para acá, buscar un modo de torcerla para allá. Pero todo en pocos minutos, sin que la razón gane la partida, sino dejándose llevar por el lenguaje mismo, por lo que aparece cuando decís por acá no y entonces… aparece otra cosa siempre. Hay algo de “siga al conejo blanco”, un estado de disposición para escuchar al lenguaje. También estuvo la idea de que las anécdotas que impulsan la escritura puedan entrar al poema, pero evitando los tironeos referenciales, esas coordenadas temporales y espaciales más propias de la narrativa. El fragmento de una película, la imagen de una persona querida en el instante que pasa de la seriedad a la risa, el momento exacto en que descubrimos una palabra, el recuerdo de una charla en la vereda amplificado por el humo del cigarrillo, las horas finales que compartimos con alguien que agoniza.
“Soy un jardín” (Florencia Delboy. Ed. Periplo) es uno de los cuentos que más leo con mi hija. Nos gusta mucho a ambas. El libro empieza con este poema que se abre a la observación y se expande con el juego y que cada vez que lo leo me contagia entusiasmo.
El verde de un brote, el primer verde. El sol
colándose entre las hojas de todos los árboles.
Las hormigas dibujando un camino sobre la
corteza de un viejo tronco caído. Ver llover
desde adentro de una mata de flores, desde el
corazón de una pila de hojas secas. Hamacarme
colgada de las ramas, adornarse con pétalos,
mordisquear terrones de barro, no tener frío
nunca, miedo nunca, nunca sentirme sola.
Crecer en un jardín, en muchos jardines.
Afuera, al aire, al sol, escondida entre la bruma.
Crecer hacia arriba, hacia adentro. Hacia el
infinito me expando, como las plantas.
Gracias a este libro precioso que es una mínima enciclopedia de árboles, flores y plantas, cuando caminamos juntas por las veredas frondosas de Buenos Aires, reconocemos los robles, la hiedra, olemos el azahar o esperamos a que se pose un colibrí en la salvia azul.
Contemplar es mirar las hojas de los mismos árboles en los paseos que repetimos a diario de camino a la escuela.
Vuelvo al libro de Han:
No tenemos paciencia para una espera en la que algo pueda madurar lentamente. Lo único que cuenta es el efecto a corto plazo, el éxito veloz. Las acciones se acortan y se convierten en reacciones. Las experiencias se rebajan a vivencias. Los sentimientos se empobrecen en la forma de emociones o afectos.
Es otoño, por fin.
La estación del tiempo; de mirar las hojas y buscar de qué árbol se cayeron.
De echar de menos los hayedos.
Bosque de Hayas I. Gustav Klimt
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