El día de la marmota

Escribí en este blog que ser madre es entregar el tiempo. Días después, mientras caminaba por el barrio vi algo distinto  y cambié de opinión. 


Ser madre es abandonar las certezas. 


Mi hija (como todos lxs niñxs) no entiende el ya, el ahora, la prisa, el se acabó. Hemos aprendido a manejar el tiempo con otras propuestas: “vamos a comer cuando se termine esta canción”; “dos veces más en el tobogán y volvemos a casa”; cosas así; parámetros que resuelven siempre que mis neuronas encuentren recursos y algo de imaginación. La vida, con los niñxs, no es una sucesión acelerada de acciones que se superponen en una carrera demencial y productivista. La vida es más de procesos y mucho de repeticiones que enseñan. 


Volvimos a ver “El día de la marmota”, la maravillosa comedia protagonizada por Bill Murray y Andie Macdowell que siempre que la veo es una de las mejores películas que he visto y siempre es aún mejor que la última vez que la vi. Me reí como siempre y pensé que ese ciclo infinito en el que se queda atrapado el protagonista se parece mucho a la maternidad, secuencias repetidas que, en principio y casi siempre, son extenuantes y tediosas y que generalmente después conceden un gran aprendizaje o la posibilidad de ser mejor o de parecernos más a lo que deseamos. 




Me encontré y archivé esta frase de Susan Sontag: el miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es la sensación de estar usando mal el presente. Se la leí a unos amigos en un cumpleaños. Me pidieron que la compartiera en el grupo de Whatsapp. Aplausos. Corazones. Nos la guardamos todos. Tenemos ganas de que nos guste el presente. Brindamos con buenos vinos. Para celebrar.


La pintora estadounidense Alice Neel pintó en 1980 su primer autorretrato en el que se representaba completamente desnuda, con su cuerpo real, el de una mujer de 80 años. Leí que ella dijo: Sé que esa pintura es un horror, pero me gusta. 


Self-Portrait -Smithsonian Institution, Washington D.C. (Estados Unidos)


Los paseos de estos días huelen a jazmín.

Miramos los brotes de los árboles.

Las flores de los ciruelos. 


El tiempo requiere tiempo.


He empezado clases de cerámica. El primer día la profesora me dijo “en el taller se olvida uno del tiempo, nunca sabes cuánto vas a tardar en terminar una pieza, dependerá de ti, de lo que quieras, de cómo lo trabajes, de lo prolija que seas”. En la tercera clase me dijo que no parezco una mujer impaciente. Me puse contenta. Encontré un lugar donde esconder la urgencia.



En la novela que estoy leyendo, la señora Palfrey se queda viuda y se muda al hotel Claremont, en Londres. Acaba de pasar su primera noche ahí. Se ha puesto un vestido marrón y un collar de perlas para bajar al comedor: mientras esperaba las ciruelas, la señora Palfrey reflexionó acerca del día que tenía por delante. La mañana pasaría agradablemente, pero la tarde y la noche se harían interminables. <No hay que desear que la vida pase lo más rápido posible>, se dijo a sí misma, pero sabía que, a medida que envejecía, miraba con mayor frecuencia el reloj y siempre era más temprano de lo que creía. En su juventud era siempre más tarde. 


En un castillo en Escocia se murió una anciana de 96 años: Isabel II. La liturgia monárquica tiene todo previsto y el tiempo se empasta, como el lodo en los pies en un bucle de imágenes que se repiten, alabanzas, semblanzas y pronósticos. Los días se encapsulan para que los plebeyos le rindan tributo a una reina que hace tiempo que es un icono de la cultura pop. Todos somos posmodernos y un poco lacayos.




Lo escuché en un podcast y lo apunté a lápiz en un papel que tengo pegado en la cocina: tener tiempo es una elección.


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